29 de julio de 2015

El faro de la amargura, Antología



 
Link de descarga: http://cort.as/VSsY





Les presento mi octava antología. Haciendo costumbre se corresponde con el blog que la sigue, al cual he reordenado para que quede en el mismo orden. Fueron escritos entre abril y julio de 2015. No es la primera vez que escribo los cuentos interactuando con compañeros, amigos y público, tanto en el Blog como en las redes.
Ha sido y, sigue siendo, una experiencia inigualable y tremendamente divertida. Creo que he mejorado, o por lo menos,    puedo afirmar que algo he aprendido. Agradezco cada comentario, crítica o propuesta. Todos, de una u otra manera, me han enseñado algo y me han dado ideas desparejas.
Como es habitual, el link de descarga les deja un comprimido que con doble clic (como indica el nombre) da una carpeta con los dos formatos más usados de libros electrónicos y un PDF.
Carlos Caro

13 de julio de 2015

Celestino, el principio





Hoy al fin, le he dado alas al álbum y vuela. Sube… sube… y sube. Me pierdo en la niebla gris de la pantalla y recuerdo en cada bit sus fotos. Allí está Celestino, ese abuelo que no conocí, pero que ahora rescato. Con tiempo, armé su vida pieza a pieza en un rompecabezas que lo descubre, con sus luces y sus sombras, convertido por su encanto y por su propio esfuerzo en un bon vivant.


Siempre atildado, de impecable traje, de smoking (blanco o negro, según la estación) o de chaquet y chistera al entregar en matrimonio a una hija. Él me muestra un mundo de amigos fieles,  de lujos tranquilos, de reuniones sociales y de bailes memorables.


Mantenido por su hermana hasta terminar los estudios, huyó del Paraguay por un “problema de faldas”, contó mi tía con voz cómplice y con un edípico hilo de voz, y recaló en la ciudad de Montevideo, en el Uruguay. Como ella no agregó nada más, lo pienso perseguido por un iracundo padre ultrajado o una novia engañada con “la otra”. Con su título de bachiller mercantil, algo de dinero y una pluma sin descanso, logró abrirse camino en esa sociedad. Sus opiniones aparecían en diversos diarios de la época y su don de gentes lo rodeó de amistades.


Frecuentaba a políticos, artistas y poetas; pero galán al fin, prefería a las mujeres más jóvenes y bonitas. Pareció sentar cabeza al casarse con mi abuela, a la que sí conocí. Aunque ahora advierto y entiendo su aflicción, su luto sin enviudar y por qué ni en mi memoria ni en las fotografías aparecen sus sonrisas.


Entonces comienza la sucesión de imágenes. Se los ve en cenas elegantes, en las playas, en botes y en el casino de Carrasco. Al tiempo, asoma entre los retratos mi madre a la que llamó Flora, pensando en las junglas de su país y Elisa para que fuera la ayuda de Dios. Luego se escurre también la tía. A ella le dio el nombre de Gloria, por apasionada y de Ester, por aquella bíblica reina de Persia.


El comercio, finalmente, lo trajo a Paraná, en la Argentina. La ciudad se arrincona sobre el inmenso río que, en aquel tiempo sin puentes, dependía totalmente de ese camino de agua. Quiso la suerte, su pericia o las relaciones, que fuera el agente de la única empresa fluvial. Nada entraba o salía del puerto sin su venia, y ello lo hizo un referente entre sus pares.


 A sus hijas se las ve felices disfrazadas con guirnaldas de flores o, aunque esa foto falte, mi memoria recuerda a mi madre como una pequeña Josephine Baker. Negra por el betún, con ese rulo engominado sobre la frente y con aquel famoso traje de plátanos, hizo reír entusiasta a su público bailoteando en el Teatro Municipal.

 Suben… suben sin pausa, y lo veo al abuelo gozar de su suerte. Alquila un piso del entonces famoso y moderno Palacio Bergoglio y erige lejos, una quinta para descansar los fines de semana. Fútil intento, pues la vida lo lleva y lo trae ocupado, de la oficina a esa quinta, que será su hogar.
 
Su molde y arquitectura es su Paraguay querido. La llena de verdes, de flores y de cántaros. Las hamacas entretejidas filtran el aire fresco y al abrazar al durmiente no lo dejan caer. Las vigas de su techo son palmas paraguayas y sus tejas son hechas una a una sobre el muslo de un lejano alfarero guaraní. Sus interiores, como aquellos de las misiones jesuitas, no muestran puertas sino simples cortinas. La completan un horno de barro, un aljibe y una dependencia para alojar a parientes y amigos.


No suben… no, se traban. Ahora sí, continúan…, pero se ha nublado el sol. La guerra del Chaco entre Paraguay y Bolivia es un desastre que parece sosegar a las fotos y arrastra su fortuna en auxilio de su patria. Tal ha sido su ayuda, que el comandante de las fuerzas paraguayas lo condecora tras la firma de la paz, y esa foto sube…, sube orgullosa arrastrando a las demás como cuentas de un collar.


Ahora se ven los novios. Parecen muy serios en traje civil, pero mentirosos, solo lo hacen para posar. Las visitas eran de uniforme y a caballo. Parecían elegantes centauros, llenos de cueros y bronces brillantes, de botas espejadas y monturas inglesas. Debían lucir espléndidos para convencer a Don  Celestino de entregar a sus hijas a esos pobres candidatos de la casta militar, siendo aún tan pocos sus galones.


La tía, en una foto pintada a mano, revela tan rojas las mejillas que parecen arder, y simula ser un sol en su boda. El abuelo, feliz, “tira la casa por la ventana” y la fiesta con amigos de los tres países recorridos, está llena de anécdotas y de bailes, de bebidas y de risas en la quinta.


Triste, repaso el accidente que sacó al abuelo del álbum. Había sido un hombre de barcos y de trenes, pero la modernidad lo llevó al avión. Éste cayó enredado en cables de luz a poco de despegar y en el incendio no sobrevivió. En mi mano izquierda luzco su anillo con un ónix partido en aquel momento. Lo llevo, así como a su nombre, para recordar a ese antecesor olvidado. Siento alivio cuando se reanuda el ascenso, pero afligido por aquel duelo, veo pasar las fotos del casamiento agridulce y resignado de mis padres en Buenos Aires.


Fin, fin, fin… Respiro desahogado. Ahora su rostro e historia están en ese cielo electrónico que nos envuelve y podrá ser visto por su descendencia posiblemente durante siglos.


Pese a ello, no me conformo. Solo quedamos de su estirpe, cenicientos, una blonda prima y yo. Por eso espero encontrar a  esas almas encarnadas entorno a él, aun las que no llevan su apellido, en aquel otro cielo. Ese donde la eternidad nos reunirá a todos de nuevo.

Carlos Caro

Paraná, 9 de julio de 2015

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5 de julio de 2015

Esperanza de amor



Aunque las hojas marchitas por el tiempo caigan, siento una primavera en mi mente. Vuelvo a oír la misma canción, me aferro a tu talle y nos balanceamos al bailar como una goleta en medio del mar.

Sueño…, sueño los jazmines de tu cuello, el calor de mi mejilla y el abandono de tus brazos sobre mis hombros. Mi viejo corazón enloquece como entonces y se dispara al sentir el roce amado de tus pechos y el susurro de tu voz que me acaricia con un te quiero.

Perdido en una cálida penumbra, el huracán de la vida ruge, inútil, a mi alrededor mientras me refugio en ese centro tan tranquilo y tan íntimo que compartimos. En tu mirada encuentro como reflejo aquella juventud. Esa que hoy, tras decenas de años, de risas felices y de heridas olvidadas, puedo retomar.

Ya desechado, se han roto las cadenas y, libre de obligaciones, solo me someto al amor que de tan inmenso me sorprende y se derrama sobre vos y nuestra descendencia. He cumplido con la naturaleza y con la sociedad lo mejor que supe. De modo que lo hecho, hecho está.

Sin rencores ni lamentaciones vuelvo a ser esa pareja que, compañera y con los ojos entusiastas, emprende un nuevo futuro. No el que, afiebrado, esperaba impaciente recorrer hacia mis sueños, sino este que me encandila como el amanecer. Este, que cual umbral atravieso y que me sorprende con los mil caminos que escondía. Hollados ya mis anhelos, lento y encanecido, río divertido e indeciso al probar y retomar los diferentes senderos.

El final de la película se acerca, sentado en la butaca de un imaginario cine, veo en la pantalla que me alejo hacia ese típico destino lleno de luz. Tanta es, como el amor que nos une y en el que confío guíe a mi alma a través de los ocultos vericuetos para, al fin, refundirnos en el goce infinito de la eternidad.


Carlos Caro

Paraná, 23 de junio de 2015

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30 de junio de 2015

Vacaciones



Hoy recibí una carta de Manuel. Durante años intenté en vano reencontrarlo. Molesté a amigos mutuos que, al hacerlo, lo recordaban con un dejo de nostalgia, pero negaban con su cabeza. Insistí, con diferentes variantes, persiguiéndolo con el buscador de Facebook. Aunque sabía de su rechazo por las relaciones en la red, pensé que la vejez lo habría arrinconado en la soledad y, sin desfallecer, lo buscaba entre los amigos comunes de mis nuevas amistades.


Al revisar el sobre, como una reliquia del pasado, se me escapa una sonrisa al advertir su porfía. Lo siento como un regalo largamente esperado y me entretengo dándole vueltas sin atreverme a abrirlo. Ese estuche de papel rejuvenece entre mis manos y perdido en su blancura lo vuelvo a ver en aquellas vacaciones.


Aburridos de veranear con las familias, decidimos realizar un viaje al noroeste del país. Escasos de dinero, partimos de madrugada en su motocicleta y el amanecer nos confirmó que la ruta era la acertada. Sin carteles indicadores dependíamos de un precario plano de caminos y de mi mágico sentido de la orientación (nunca le confesé de la pequeña brújula que escondía en el bolsillo).


Entre la ida y la vuelta eran más de dos mil kilómetros que fatigaríamos en apenas quince días, pero ya se sabe: la juventud  es tan loca como omnipotente. Nos sentíamos un caracol sobre el asfalto, no solo porque la cantidad de bártulos nos hacía parecer como si lleváramos la casa cuestas, sino que la ansiedad alargaba la distancia y, engañados como lentos, no terminábamos nunca de recorrerla.


Las noches se hicieron frías en la carpa, y a los días lo fue resquebrajando el sol con su potencia tropical. Primero llegamos a la ciudad de Salta, que nos sorprendió por sus bellos y cuidados edificios coloniales, así como por las profundas diferencias en su sociedad. En contraste con el resto del país, el norte recibió escasos inmigrantes, de modo que pocas familias, tan antiguas como la iglesia católica en América, formaban con ésta un extraño patriciado que defendía fieramente sus feudos y privilegios.


Con los Andes al oeste y la llanura  chaqueña al este, esta provincia posee todos los climas, todas las faunas y todas las floras. Seguimos subiendo en el mapa hasta alcanzar el hito que marca el trópico de Capricornio.


Miramos desde allí el tupido monte que, como muralla, y junto a los “Infernales” del general Güemes, defendieron la frontera con el Alto Perú durante la emancipación. Un escalofrío nos recorrió la espalda al imaginar, como un eco del pasado, las cargas suicidas de aquellos valientes gauchos.


Sus cabalgaduras, provistas de guardamontes de duro cuero parecían tener las alas de “Pegasos” autóctonos. Sus  jinetes, alienados por el frenesí del combate, atravesaban esa barrera de espinas para caer aullando como demonios sobre el contrario. Sembraban muerte y desaparecían cual fantasmas entre nubes de polvo. Una y otra vez, sin descanso ni tregua, hasta que el oponente huía despavorido pensando eran los hijos del diablo que salían desde el mismo infierno.


Nos dispusimos a seguir al oeste en un silencio respetuoso por el gran General. Ese, que consciente de ser hemofílico fue siempre al frente y terminó desangrado y muerto por el roce certero de una bala asesina.


Debimos reemplazar nuestra carga por litros y más litros de agua antes de atravesar las Salinas Grandes. Esa inmensidad lúcida de sal, cegó nuestros ojos y su aliento alienígeno nos deshidrataba sin piedad. El horizonte reverberaba y hasta nos pareció ver algún espejismo de verdes. En ese trance, dudamos que hubiera sido un increíble y arcaico mar, pero el regusto salado en la boca nos lo confirmaba.


Al fin, el desierto inmaculado se tornó en la aridez de un desierto polvoriento ya en la provincia de Jujuy. Sin embargo, al llegar a Humahuaca nos sorprendió el arco iris. Éste no estaba en el cielo sino en las capas de tierra que, con diferentes colores, exhibían las laderas de la quebrada. Pese a su aspereza, esa tierra proveía el sustento diario, y por eso nos contagió el misticismo de los indígenas por ella. La llamaban Pachamama y era la Madre Tierra, que omnímoda, regía sus vidas. Nos alejamos atesorando un pequeño frasco que repetía, milagroso, las diferentes capas de colores y luego revivimos.


Sí, revivimos en Tucumán entre sus jardines. Custodiados por los Andes enormes se achicó el horizonte, y reencontramos aquel arco iris en su flora alucinada, en sus plantaciones interminables de cañas de azúcar y en los alegres ropajes de sus mujeres.


 Apremiados por el tiempo, emprendimos el regreso. Tristes, habíamos dejado en cada lugar con trozo de corazón. El recuerdo de esa congoja compartida me golpea, y retorno a mi hoy con añoranzas.


El remitente indica no solo su nombre, también la dirección de una clínica y un número de habitación. Quizás en estos breves instantes demoré aquellos quince días en leer el escrito. Al hacerlo, envejezco todo este tiempo de lejanía y su relato me conmueve y me espanta.


Mañana…, mañana partiré a sostener su mano y a devolverle mi afecto en el adiós. Juntos y compañeros, enfrentaremos a esa villana. Desesperado por retenerlo, con desdén, le haré un desquiciado desafío al mirarla directamente a los ojos mientras que, triunfante y despiadada, se lo lleva.


Carlos Caro

Paraná, 9 de junio de 2015
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