Bajé
corriendo las escaleras, salí dando un portazo por el apuro y, mientras me
acomodaba, me llegó como eco el grito de fastidio de mamá. Viajaba con Don Arturo
en su viejo automóvil, iba aterrado dados mis pocos años y por apenas conocerlo
ni siquiera lo tuteaba. La ruleta familiar había girado para elegir entre sus
miembros a los que emprenderían la aventura. Si bien sabía que era un pariente,
nuestro frondoso árbol familiar me desconcertaba y nunca terminé de entender a qué
rama pertenecía.
Tenía
abuelos con hermanos y primos al igual que mis padres. Pululaban los tíos y
primos verdaderos junto a los apodados así por no ubicar su genealogía y,
algunos de todos estos para completar el berenjenal, tenían hijos. Precisamente,
nuestra misión tenía que ver con el embarazo avanzado de la prima Clarita.
Nadie
me explicó nada, pero escuchando escondido detrás de las puertas entreabiertas,
parece ser que la comadrona se quejaba de que el bebé venía de “cola” y, por el
tono, deduje que eso no era nada bueno. Dos veces lo había acomodado tras mucho
trabajo y el muy diablo se giró nuevamente poniendo en peligro su
alumbramiento. Esto me asustó y entendí que parte de nuestro objetivo era
sagrado. No dejaría de traer agua bendita para santificar al satánico bebé de
Clarita.
Partimos
temprano, en cuanto hubo luz suficiente; sin embargo pareció que jugábamos al
pimpón con las calles de la ciudad ya que, tropezábamos una y otra vez con ellas:
que la una era contramano, que la otra un callejón sin salida y por las demás,
regresábamos al principio. Lo miré fijo a Don Arturo evaluándolo ¿Sería tan
viejo, que la ciudad había cambiado tanto?
No. Me dije interiormente que las dificultades
se debían al maleficio de ese demonio que nos impedía salir en pos de nuestro
objetivo, de modo que le conté todo a Arturo y con la confianza de mi oficio de
monaguillo le indiqué que rezando dos Padres nuestros y un ave María romperíamos
el sortilegio. Yo los recité con la voz aflautada por la emoción en tanto que
él movía sus labios en silencio mientras conducía. Quizás solo fingió murmurar,
riendo para sus adentros, pero al fin tomamos la ruta buscada.
Era
tan remoto nuestro destino que llenó el tanque de combustible en la primera
estación de servicios que encontró. Aprovechamos también para comer unas
galletitas (en la necesidad ni siquiera habíamos desayunado) y tomar una Coca-Cola,
bueno…, yo tomé y al rato debimos parar de urgencia en el camino para, con
bochorno, regar los pajonales de la banquina oculto tras las puertas abiertas
del vehículo en prevención de que pasara alguien.
Después,
la vergüenza se me pasó pues también nos detuvimos por agua para el radiador
que la evaporaba soplando, amén de cambiar una cubierta pinchada por el
esfuerzo. Por fin tras muchos kilómetros de distancia (¡Cien!), llegamos al
mediodía al pueblo de San Javier y, preguntando aquí o allá, ubicamos a Doña
Adelaida. La misma era una especie de partera Decana de la región y con
seguridad nos podría sugerir alguna cura o consejo para el caso que nos ocupaba.
Después de esperarla más de una hora, llegó de sus visitas, nos hizo pasar y Arturo
le relató el encargo de la otra partera. Con una sonrisa para relajar nuestra ansiedad,
nos indicó que le contestáramos a ésta que una hora antes de poner en posición
al niño le diera de beber a la futura madre un té de hierbas que ella misma nos
prepararía.
Cuando
la vi seleccionar los ingredientes, no pude más de la angustia y le conté que
el niño quizás fuera infernal y le pedí que hiciera el té con agua bendita. Me
miró seriamente y con una reconfortante palmadita en la mejilla me dijo que ella
todo lo preparaba con agua bendita. Dándose vuelta abrió un grifo común de agua,
llenó un jarro y lo puso a calentar. Cuando advirtió mis ojos de desconcierto,
me aclaró riéndose, que ella para abreviar hacía bendecir directamente todo el
tanque de agua del lugar.
Regresamos
al atardecer. Arturo esperaba que entrara en casa para seguir, pero salió mi
hermanito y con gritos de excitación nos indicó que todos habían corrido a la Clínica
Santa Inés junto a la parturienta. Salimos disparados para allá, el automóvil
se transformó en un noble corcel y yo en un caballero que ayudaba a las
princesas. Nada pudo el oscuro contra nosotros. Yo sentía brillar el frasco con
el té de agua bendita y tal era su poder, que todas las calles se hicieron
rectas y ni una sola esquina debimos doblar.
Al
llegar, junto con los frenos se oyeron mis pasos que corrían; llevaba en alto
el frasco sanador como una antorcha milagrosa que alejaba a las tinieblas. Ni
sé en qué piso me atajó papá y escuchó mi historia balbuceada con ahogo,
también con una semisonrisa preocupada me revolvió el pelo con cariño y, orgulloso,
me agradeció como a un hombre adulto la dedicación y responsabilidad demostrada,
pero había llegado tarde y el bebé había nacido por una operación cesárea.
Me
condujo hasta una habitación cuya puerta tocó muy despacio, apareció la madre
de la prima que puesta en conocimiento por papá, me permitió pasar para ver al
niño y me recomendó silencio pues la joven dormía exhausta. El niño era
precioso, rosado y, gracias a Dios, no tenía cuernos ni pezuñas, aunque por las
dudas, le mojé toda la cabeza con el té de agua bendita.
Volví
a casa caminando contento y silbando, relajado tras el episodio vivido. Aunque
no pienso contarle al cura Romero del agua bendita ni del sopapo con que me
sacudió la cabeza la mamá de Clarita.
Carlos
Caro
Paraná,
11 de mayo de 2015
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