En estos tiempos de
celulares, facebook y twitter, nuestro barrio prefiere, para considerarse una
comunidad organizada, el simple chimento. Efectivamente, esa milenaria
costumbre oral nos pone al tanto de las alegrías o sinsabores de los vecinos.
Aunque muchas veces parece malicioso, en realidad, es de una ingenuidad
incomparable y me permite conocer el pulso del entorno.
Por la mañana escucho
la radio para enterarme de las noticias, pero, si quiero saber lo que sucede a
mi lado, esas mil y una vicisitudes que por su estatura no llegan a los
noticieros, debo apoyar mi oreja en el suelo.
Para ello, por
ejemplo, visito al diariero en su kiosco de la esquina. Aburrido, me cuenta de
su reparto temprano y al recorrer la lista de clientes me pone al día: que si
Clarita ya parió, que si la abuela Juana sigue enferma o a quién le espera una
trifulca por no saberse donde durmió anoche.
De regreso también
puedo entrar en el almacén, no necesito nada, pero después de una larga
elección me llevo unos caramelos que le pago a Doña Ángela, la esposa del
almacenero que, cómo dueña, defiende la caja con la avaricia de un banquero y
hoy, mientras apasionado, me sirvo un caramelo me informa del desliz de Anita
con su novio. La convido con el paquete abierto, pero, exaltada con la
narración de los detalles más pecaminosos, los rechaza.
Cuando retorno, me digo
que solo hace falta conocer los códigos: poner siempre los ojos grandes por la
sorpresa, escuchar atentamente hasta el final (si bien hay repeticiones, nunca
se sabe dónde aparece el oro) y, de vez en cuando, sincerar algún pecadillo
propio.
Por este sistema
subterráneo, cuando llegó el pastor Soldado de Dios Vonminister, la novedad
corrió como un reguero de pólvora y produjo tanto humo que nos creímos perdidos
en la neblina.
Como en cualquier
ciudad de mi región, levantada por inmigrantes, podemos encontrar edificios con
fachadas llenas de molduras italianas, otros del barroco español o con las clásicas
líneas francesas y techo de pizarras. Aun así, no hay nada igual a la pequeña
iglesia anglicana ubicada en la intersección de dos avenidas. Parecía haber
sido trasplantada de Nueva Inglaterra o de Massachusetts, con su techo empinado
para evitar que se acumule la nieve y su alto campanario central rematado en
una esbelta pirámide.
Esa congregación habitaba
totalmente ignorada entre nuestro multifacético acervo religioso. No conocíamos
a ninguno y siempre habían sido un misterio. Extraños, creían en una milagrosa
nevada para ese techo en nuestro tórrido lugar y habían erigido un campanario
sin campanas.
Algo cambió y Soldado
de Dios (hijo y nieto de pastores), alquiló una casa lindante con mi propiedad.
Trasladado desde la provincia vecina, lo acompañaba su esposa (veinticinco años
menor) y una campanita.
Cuando llamó a
servicio por primera vez, el tintineo de la campanita nos produjo lástima,
abusada por las graves y sonoras campanadas de la catedral. Imaginamos su
badajo como un colibrí, mientras que los de la catedral nos recordaron a un
martillo de Dios.
Vonminister, nos cayó
mal desde un principio. Con cara de profeta ofendido, nos encontraba herejes y
culpables desde su trono ubicado a la mismísima derecha del Señor. Lo
llamábamos “Soldado” para no reconocerle la hidalguía de su apellido (del
alemán: Caballero Ministro). Las pocas veces que lo veíamos, parecía tener el
brazo izquierdo enyesado junto a una Biblia contra su corazón.
Distinto era el caso
de su mujer, joven, bonita y de un atrayente
aspecto que demostraba que Vonminister al menos sabía elegir. Estaba
entusiasmada con el traslado y paseaba a su antojo por los comercios del barrio
para proveerse.
Su amabilidad y
sonrisa contagiosa le granjeó rápidamente la simpatía de todos, incluso la mía,
que la saludaba alegre desde la terraza, mientras ella se dedicaba a hermosear
su jardín. Cortaba el césped o podaba, rigurosa, las plantas.
Parece que la congregación
anglicana, de oculta, casi no existía y a Soldado de Dios le sobraban los
sermones. Tanta frustración, hizo que celara a su mujer y sus gritos y amenazas
la perseguían, aun cuando solo salía a comprar el pan.
Su iracundia fue en aumento y hasta yo, en mi
casa, oí aquel cachetazo de furia cuando le chantó que había pedido el traslado
de nuevo. Unas semanas después los gritos cesaron. Soldado de Dios Vonminister
había desaparecido junto con su señora y su campanita. Recostado sobre el
barandal de la terraza, pienso que el traslado ha sido la mejor solución.
Sin embargo, pasados
unos meses, me inquieta ese último cantero de rosas de dos por uno que ocupa el
centro del que fue su jardín. Los gajos han crecido de una forma tan voraz, que
sospecho de su abono y ya empiezan a florecer con un oscuro color a sangre.
Carlos Caro
Paraná, 20 de mayo de
2015
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Un relato atrapante!!. El lector se "deja" llevar por ese vreicueto increíble de descripciones, con la plasticidad del recurso retórico, siempre listo y preciso!, para que no sólo leamos , sino, que a esta actividad , le sumemos la de visualizar, lo que leemos!!. Reitero, atrapante!!.
ResponderEliminarY, qué desenlace! que desde lo ímplícito, instala definitivamente la justificación de su título:"Rumores". Para leer...para disfrutar!!
Gracias Susana, ¿en serio? Me apabullas. Un beso
EliminarMuy buen relato Carlos.
ResponderEliminarEn España tenemos nuestra versión de "radio macuto" que es el patio de luces donde la gente sale a tender la ropa y cotillear.
Un abrazo
Pues te lo envidio Oscar, eso aquí se ha perdido. Gracias y un abrazo
EliminarTu cuento tiene el sabor de los pueblos de antes, cuando todo el mundo se conocía Me encanta el final en el que las rosas de color sangre lo sugieren todo. Un abrazo
ResponderEliminarEl problema no son los pueblos, yo soy el de antes jajaja. Gracias Ana María, un beso
EliminarBrutal. Para nada me esperaba ese oscuro final. Me has sorprendido, por la temática. En un principio solo se trata de un relato que narra la vida en un pequeño pueblo, donde los chismorreos, los rumores, siempre viajan por las calles. A este pueblo llega un nuevo cura, al que nadie quiere. Un hombre con un carácter duro que tiene como esposa una bella mujer alegre. Pero de pronto, el cura se ve frustrado y lo paga con ella. Nuestro narrador, el cual vive en la casa de al lado a la que se mudaron, nos cuenta que oía cómo discutían y que de un día para otro, el ruido cesó y cura y esposa se largaron de allí. Vale, hasta ahí una historia sin ningún secreto, con un personaje muy bien construido del que sentimos un ligero odio y desprecio. Pero, un momento, te guardabas algo bajo la manga, algo horroroso, y lo resuelves con sutileza y una tanto de humor negro. Un abrazo, Carlos.
ResponderEliminarRicardo, es un placer que me comentes con tanto detalle. Nada mejor para saber como llega y que llega. Gracias, un Abrazo.
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